"Hay panolis que se piensan que esto de escribir para uno es como el hablar a solas, cosa de chalados. Eso son ganas de enredar las cosas, porque uno no siempre dice lo que quiere y hay pensamientos que andan por dentro de uno y uno, por vueltas que le dé, no acierta a expresarlos, o a lo mejor, no le da la real gana de hacerlo. Uno es de una manera y como uno es, no lo sabe ni su madre y, sin necesidad de ir a lo zorro, uno nunca se confía del todo a los demás y si quiere recordarse de algo, no hay como comerlo a palo seco, sin el recelo de que otro venga a cachondearse de lo que dice. Ésta es la fetén y el que diga lo contrario miente".
Miguel Delibes: Diario de un emigrante

martes, 14 de diciembre de 2010

El pesimista icárico

Es cierto que la fuerza mayor del sentir intelectual va al pesimismo. Quizá de ello tenga alguna culpa el famoso Problema IX de Aristóteles donde se dice que el hombre de genio es por naturaleza melancólico, o sea, domina en él la bilis negra, a la que por otra parte debe su genio… Es fácil suponer que el intelectual tiene tendencia a genio (aunque no todos lo consigan) y que la melancolía propicia más el pesimismo que el optimismo.
Pero ha habido grandes intelectuales pesimistas, que vivieron sin embargo de un modo icárico, es decir con ansias de alcanzar el sol, de vitalismo y afán de luchar para modificar lo que consideraban injusto. «La felicidad del hombre reside en la acción», dijo el poeta Shelley. Y desde entonces (Byron, Espronceda) sabemos que el pesimista romántico se comporta a menudo como un exaltado optimista. Ernest Hemingway (que concluyó suicidándose y que era propenso a la melancolía, como se ve en sus cuentos primeros) vivió una vida de aventurero y agitador. Luchó en tres guerras (incluida la civil española) para salvaguardar la libertad, y además cazó, pescó y amó, con un indudable afán por el riesgo. ¿Cómo calificar su vida, sino dentro de un extremado vitalismo, que suele ser una señal -ya vemos que a veces engañosa- de optimismo?
Claro que acaso el tipo más brillante en la actitud que propongo se diera en Albert Camus, uno de los escritores y pensadores de la medianería del siglo XX más reclamado por nuestra actualidad. Camus propuso en su libro El mito de Sísifo el suicidio como uno de los temas capitales de la filosofía. Pero él murió (en pleno debate de la independencia de Argelia, que él, como francés nacido allí, no quería) en un accidente de automóvil, ya con el Nobel de Literatura en su vitrina. Y es que, después de El mito de Sísifo, Camus escribió el más brillante de sus ensayos, El hombre rebelde. En él no sólo nos propone la rebelión como una actitud más viva y libre que la revolución, sino que diseña la imagen de ese hombre icárico al que podríamos titular el pesimista optimista. Como pesimista no cree en grandes valores ni en posteridades absolutas, como ser vivo, como hombre comprometido con el mundo, apuesta por el cambio, por la acción, por la contínua y necesaria rebeldía… Se enamora, se desespera, trabaja, opina, acciona, pero en lo íntimo de su corazón hay siempre un velo morado de desesperanza.
He aquí una de las más sabias opciones para un hombre lúcido e inteligente: ver el mal pero obrar como si el mal pudiera ser vencido. ¿Y no podrá serlo, si proviene de nosotros mismos? El pesimismo optimista: Nada menos.

LUIS ANTONIO DE VILLENA
El Mundo 30/12/09

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