Creo que todos los que nos dedicamos a la educación con una mínima pasión, aunque ésta no nazca de la vocación más romántica, tenemos algo en común además de un sueldo discutible y muchas vacaciones. Me refiero a la necesidad de ordenar un mundo (un micromundo) a nuestro antojo, en donde decidamos qué está bien y qué no, un pequeño paréntesis espacio-temporal en donde podamos representar nuestra fantasía más excitante y quizás también más vergonzante: reproducir el ambiente que necesitaríamos en la vida para no ser heridos tan a menudo. Conseguimos un tablero de juego donde somos los que inventamos las reglas y arbitramos para que se cumplan, y además nos permitimos el lujo de jugar.
Dicha representación viene dada porque guardamos la ilusión más o menos inconsciente de hacer un mundo mejor…mejor para nosotros: más tierno, más amable, menos agresivo. Y, paradójicamente, muchos entramos en el mundo de la escuela que, por alguna oscura perversión, intenta conseguir el nuevo mundo a base de despreciar la ternura y la amabilidad, especialmente al tratar con la parte más frágil, pero más valiosa en su potencialidad, del sistema. Y en una especie de histeria colectiva ante la urgencia de la mutación, actuamos de modo brusco, zafio, torpe, en ocasiones agresivo. Y aunque siempre habrá los que realmente quieren reproducir un mundo con intenciones macabras o con tintes psicopáticos, los más somos víctimas de nuestras propias necesidades no satisfechas del hiriente mundo exterior.