Antes del boom turístico, sólo los ricos podían viajar; desde entonces, sólo los muy pobres, o quienes han recuperado el espíritu de pobreza, pueden hacerlo. Y es que lo que ahora entendemos por ‘viaje’ constituye, en realidad, un ‘desplazamiento’ que nos deposita como fardos en el lugar de destino, para después convertirnos en zascandiles programados que se hacinan en hoteles idénticos y emplean sus horas en excursiones o pasatiempos gregarios. Lo que antes distinguía el viaje era su demorada inmersión en el pulso vital de un lugar que nos era ajeno; al despojar el viaje de su naturaleza iniciática y exploratoria, apenas nos queda un sucedáneo o remedo de viaje, en el que los lugares que visitamos se convierten en escaparates móviles que se suceden ante nuestros hastiados ojos, como monótonas láminas de un álbum archisabido.
Sólo el viajero a salto de mata que sigue frecuentando las carreteras comarcales y las líneas de ferrocarril menos concurridas, el vagabundo que se hospeda en pensiones descatalogadas y mata el hambre en tabernas periféricas puede presumir de aprovechar los beneficios del viaje. Porque lo otro, que es lo que usted y yo hacemos, apenas es un simulacro. Si la misión del viaje consiste en conducirnos a la extrañeza, a través de geografías que van borrando nuestras seguridades y rutinas, tendremos que convenir que hemos suplantado el viaje por el desplazamiento. Y es que ese viaje hacia la extrañeza se lograba a través de la interiorización de otro tiempo y la conquista de otro espacio que podían resultar hospitalarios o inhóspitos, pero que en cualquier caso nos hacían sentir forasteros. El boom turístico asesinó la posibilidad del verdadero viaje, aboliendo tiempo y espacio, suplantándolos por un simulacro de continuidad que imbuye al turista la creencia de que, pese al vertiginoso trayecto recorrido, sigue inmerso en un ámbito familiar. Las lentas travesías transatlánticas, los viajes en trenes sonámbulos por los que circulaba la imprevisible vida (con su cortejo de azares risueños o infaustos) han sido sustituidos por vuelos velocísimos en los que queda borrado todo apunte de improvisación. El turista, hacinado en un receptáculo en el que apenas puede rebullirse, acata las penurias de esta nueva forma de transporte a cambio de la inmediatez en el traslado, olvidando que no existe viaje sin pausa. Lo otro es mero transporte de ganado.
Pero esta conversión del viaje en devaluado desplazamiento no hubiese triunfado sin la complicidad de los hoteles, que nos reciben al final de nuestro desplazamiento con las mismas cansinas comodidades, repetidas en todos los parajes del atlas. Los mismos adminículos reservados a la higiene sobre la repisita del lavabo, los mismos minibares con botellitas liliputienses (ahora cada vez menos, porque la clientela acaba mangándolas, por desesperación), los mismos televisores de pantalla plana hablando un pentecostés de idiomas, el mismo aire acondicionado o antártico, los mismos materiales acrílicos llenando el aire con ese olor mareante y engreído de la profilaxis. Todo ello en un afán por ofrecer al viajero la sensación de que habita un mundo paralelo al mundo real, incontaminado de gérmenes, como una especie de refugio transnacional protegido contra los efluvios del exterior, por el que podemos circular indefinidamente sin advertir cambio alguno. No importa que el hotel radique en Albacete o en Sebastopol; la impresión que el viajero se llevará de su estancia será siempre la misma, pues la misión del hotel es evitar los sobresaltos gozosos y los fatídicos contratiempos que golpean o bendicen al forastero. Extirpados del mundo circundante, los hoteles se convierten así en receptáculos de una vida vicaria, ideal para autómatas y hologramas, en la que nuestra humanidad (o sus escombros) se pone cómoda, antes de sucumbir al hastío (o a la tentación de suicidio).
El boom turístico se asienta en la conversión de nuestra existencia en una monótona y estragadora comilona de geografías. Y, mientras dura esa comilona, desarrollamos apetencias cada vez más rocambolescas, pues nuestra capacidad de asombro cría callo y se vuelve más insensible. Antaño, disfrutábamos oliendo las rosas que florecían en el parque de nuestro barrio, chapoteando en la acequia de nuestro pueblo, contando las estrellas mientras paseábamos a oscuras por el campo. Ahora aspiramos el hedor nauseabundo de la papaya en el bufé de un resort hortera, chapoteamos en un jacuzzi regado con sales de baño, contamos las ventanas iluminadas de los rascacielos que se amontonan en el litoral. Y entonces nos asalta el deseo de ser pobres, o de recuperar el espíritu de pobreza, para poder viajar de nuevo.
11/03/2019